jueves, 14 de junio de 2012

Lo que aprendí de mi mamá

Siempre fui la nena de papá. Mi relación con él era muy estrecha llena de complicidades y admiración mutua. Con mi mamá el asunto era distinto. En sus tiempos de juventud, cuando nos criaba, era una madre devota y trabajadora. Nos cuidaba con la ferocidad de una leona con sus cachorros. Jamás se apartó de nosotros y su vida giraba única y exclusivamente alrededor de sus niños. Sin embargo, su carácter era sumamente fuerte y algo distante. Contrario a papi, mami no jugaba con nosotros pues siempre estaba ocupada atendiendo la casa y trabajando hombro con hombro junto a su esposo para darnos una vida sin carencias. Por eso y muchas cosas más, el amor que le profesaba mi papá era inconmensurable. Desde pequeña hubo cierta distancia entre nosotras, distancia que se prolongó hasta que fui adulta. No entendía su carácter y pocas veces coincidían nuestros criterios. Esta situación provocó que cada vez más me aferrara al amor cordial de mi papá. Como ella y yo nunca nos entendíamos, sencillamente aprendí a vivir así manteniendo una relación cordial pero distante… hasta hoy. La señora fuerte de carácter que me crió, ahora es una anciana con achaques y manías. Pensé que nuestra relación cordial y seca sería para toda la vida, pero me equivoqué. Un día mami enfermó. De los tres hermanos yo soy quien más tiempo tiene para cuidarla. Básicamente me mudé para su casa. Fue ahí que comenzó el milagro. Invertidos los papeles, ya no era la madre quien cuidaba de la hija, sino la hija de la madre. Me costaba verla indefensa y enferma, completamente dependiente de mí. Estaba muy asustada y se refugiaba en mis brazos buscando protección. Esos abrazos, esas caricias y las palabras de consuelo fueron abriendo una fuente de amor desconocida en mí. Con el cambio de roles ahora me tocaba a mí reciprocarle sus cuidados y su dedicación. Al hacer este ejercicio, Dios tocó mi corazón y cambió el amor que sentía por mi mamá. Jamás olvidaré cómo su miraba cambiaba al acercarme junto a su lecho. Del temor pasaba una tranquilidad casi completa. El calor de su mano temblorosa aferrada a la mía vivirá conmigo para siempre. En las largas noches de hospital, ver a mi viejita asustada, aferrada a mi mano buscando protección y consuelo se despertó en mi corazón de un amor puro, inmenso e incondicional. En esas noches le di todos los besos y caricias que habían quedado pendientes desde mi juventud. Pude acariciarla, consentirla y demostrarle que no importaban ya las diferencias entre nosotras. Nos dimos la oportunidad de cerrar el ciclo. Dios me dio una gran lección. Él me enseñó que nada se queda inconcluso, que nunca es demasiado tarde para rectificar y que el amor de una madre siempre está ahí aunque no seamos capaces de verlo.

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