lunes, 4 de abril de 2011

En una colecturía cerca de usted......

Hoy cumplí con nuestro deber ciudadano y pagué la planilla. Después de ir al banco a retirar el dinero, me dispuse a ir, resuelta pero apesadumbrada, a pagar las contribuciones. Debo confesarles que me sentía como la mayoría de los ciudadanos de este país, furiosa. De solo pensar que más de la mitad de mis ahorros se irían por el chorro de Hacienda para que los legisladores tuvieran más dinero para sus gastos alegres y menos para las necesidades del pueblo me ponía furibunda. Pero, sin remedio. Había que hacerlo y se hizo.

Lo que jamás pensé fue que la visita a la Colecturía sería tan curiosa como para escribir una entrada acerca de ella. Lo primero que noté es que estaba vacía, -“vaya, al menos no tendré que estar mucho tiempo aquí escuchando los lamentos de los que, como yo, vienen a pagar.”- Soy la primera en fila mientras esperaba pacientemente a que atendieran al contribuyente que estaba en ventanilla. Durante la espera pude observar detenidamente a los empleados. La que paga la Lotería parecía que iba a dormirse de un momento a otro. Con la mirada perdida en el infinito, los párpados se le cerraban lentamente denotando un sueño incontrolable. Obviamente, dejé de mirarla pues me daba coraje pensar que con el dinero que iba a depositar le pagaban a ella para que durmiera con los ojos abiertos. Entonces miré a la otra. Tenía medio catálogo de Avon aplicado en el rostro. Sus ojos tenían más sombra que un palo de mangó, sus labios eran tan rojos como la bandera popular y en su cabeza un moño alto lleno de pinches y colgalejos. Pero lo más curioso era su cuello. Éste que de por sí no se veía porque era una señora bastante gruesa, encima tenía atado un par de bufandas todas de colorines cosa de que hicieran juego con los tereques del pelo. Dejé de mirarla porque me dio un calor espeluznante. Fue entonces que escuché la palabra mágica: “¡próximo!”

El hombre al que atendieron primero era bastante grande por lo que no podía ver a la empleada que me atendería. Cuando llegué a su presencia quedé de una pieza y no porque se estuviera durmiendo o porque pareciera salida de una quincalla, sino por la vehemencia con que masticaba su chicle. ¡Aquello era sencillamente impresionante! Era una señora menudita, con las uñas a medio pintar de un rojo sangre (se notaba que se las había pintado hacía tres meses y había fregado bastante desde entonces), con cuatro melechas de pelo y una mordida impresionante. Según ella cotejaba mis papeles me concentré en mirar la fuerza con que masticaba el chicle. Abría la boca graaannde graaannde y la cerraba con tal fuerza que parecía que se le iban a romper los dientes. Llegué a la conclusión de que era imposible que estuviera masticando un chiclecito “Adams”. Esta doña tenía que estar mascando un bolón de chicle de bomba de esos que venden en las picas. De momento, cuando más embelesada estaba, siento un ¡PUM, PUM, PUM! Era la doña que con toda la furia del mundo sellaba mis papeles. Cada una de mis copias fue aporreada con mano de hierro a tal punto que pensé que el sello se le haría cantos en las manos. Al salir de allí no me atreví ni a darle las gracias.

De salida me encontré con un muy apreciado amigo que como yo hacía la fila pacientemente para cumplir con su deber ciudadano. Cuando me acerqué a besarlo le di el más sabio de los consejos: “no te atrevas a decirle nada porque, o te muerde o te tira con el sello”. ¡Fue entonces que comprendí porqué tanta gente evade las contribuciones!