miércoles, 17 de noviembre de 2010

Reflexiones desde la caminadora

Mucha gente me pregunta si sigo en el gimnasio a lo que invariablemente contesto que sí. Lo que me preocupa es la razón de la pregunta, ¿será por pura cortesía o porque me ven igual de matá?

Bueno, a quien no quiere caldo le dan tres tazas. Aquí está el tercer escrito sobre el gimnasio al cual juré jamás iría. Sé que mucha gente se pregunta cómo me va y cuánto he adelantado, he aquí la respuesta.

Cerca de la tercera semana después de mi inscripción me di a la tarea de comprarme “outfits” nuevos. El espejito me decía que con los pantaloncitos que llevaba puestos me parecía a mi mamá y que debía modernizarlos un poquito. Con todas esas niñas con cuerpos esculturales y ropa espectacular lo menos que podía hacer era comprar un par de pantalones nuevos por aquello de que alguien no me confundiera y me dieran una escoba y un mapo.

El área donde se hacen los aeróbicos y demás ejercicios tiene una pared cubierta de espejos. Se supone que la función de éstos es que puedas observar si haces los ejercicios correctamente o no. Mi versión es que el espejito en cuestión es la cruda realidad gritándote a la cara lo terrible que estás, lo fea que te queda la ropa de hacer ejercicios y lo ridícula que te ves dando brincos. Pero cada vez que me asaltan esos pensamientos recuerdo en mi mente el mantra que mi marido sembró en mi mente: “Doña, salud es vida”. Lo que él no sabe es que el “salud” que a mí me da vida es el que digo antes de darme el palo.

Todos los días veo con admiración cómo mis instructoras hacen las rutinas. Esas chicas hacen los ejercicios de manera tan elegante, tan grácil, que cualquiera pensaría que ni siquiera ponen los pies en el suelo. Yo intento seguirlas al pie de la letra. Lo cierto es que en cuestión de aprenderme los pasos no me va tan mal, pero definitivamente, la gracia no viene a mí. Por lo menos no esa gracia de movimientos que tiene mi instructora, sino la gracia que provoco con cada movimiento que realizo. Les confieso que trato encarecidamente de no mirarme en el espejo porque a veces me dan tantas ganas de reirme de mí misma, que pierdo la concentración con la posibilidad de caerme al piso.

¿La solución? Voy más temprano y camino en la caminadora. Para mi edad es más elegante, más sencillo, voy a mi paso y escucho música. Llego lo más changa posible, (recuerden la actitud hace al monje), saco mi toallita, mi botella de agua con “cooler” de los Centroamericanos Mayaguez 2010, y mi Ipod. Llenas mis manos de artilugios busco una caminadora donde treparme. Una vez me instalo, peleo un rato con ella en lo que le pongo los “settings” (las condenadas son tan complicadas que todavía necesito un mapa para ponerle mi edad y mi peso). Entonces, graciosa y elegante como una doncella comienzo mi caminata. Desde ahí, con vista privilegiada al área de ejercicios con espejos, veo todo el movimiento del gimnasio. Es entonces cuando comienza mi mente a divagar. Ednita Nazario, Alejandro Sanz, Glenn Monroig y muchos más caminan conmigo. Mi mente vuela a su ritmo y curioseo con mis ojos todo lo que ocurre a mi alrededor.

Pero como no todo es perfecto en esta vida, la ensoñación me dura poco. Una vez comienzan a llegar personas conocidas, éstas se me acercan a saludarme sin darse cuenta del riesgo que esto implica para mí. Con cada saludo, tengo que quitarme los audífonos, sacar la mano del manubrio y saludar. Por sencillo que parezca créanme que no lo es si piensan que tengo una cinta sin fin rodando bajo mis acelerados pies de paja. Peor me va cuando quien me saluda también quiere un beso. Invariablemente las patas se me enredan y doy traspiés hasta que logro controlarme. Es entonces cuando pierdo la elegancia y camino tan torpe como el espantapájaros del Mago de Oz. A final de cuentas, no seré la más hábil de las participantes pero sí la más consistente. Del grupo de viejitas que íbamos ya solo quedamos dos. Y de esas dos yo soy la que más temprano llego.

Amigos, en estas navidades no seré la más esbelta del mundo, pero sí les aseguro que seré la que más aguante el ritmo de los aguinaldos.

lunes, 15 de noviembre de 2010

¿Te borro o no te borro?

He leído varios artículos de periódico donde exhortan a los usuarios de Facebook a borrar amigos. Alegan las fuentes que un amigo es aquél con quien te tomarías una copa, a quien le prestarías un libro o con quien saldrías a dar un paseo. A mi parecer, esta definición de “amigo” es bastante restrictiva. Si el autor del artículo cataloga sus amigos por esas actividades, puedo entender perfectamente por qué tiene pocos amigos en Facebook. En mi caso yo no me tomo una copa con cualquiera, solo con las personas con quienes me siento cómoda en caso de que se me pase la mano y me ponga a hacer ridiculeces. Mis libros no los presto a nadie por lo que dice el refrán: “Para prestar un libro se necesitan dos pendejos, el que lo presta y el que lo devuelve” y finalmente, casi nunca salgo a pasear a menos que sea con mi esposo. Sin embargo, esto no significa que tenga pocos amigos en facebook, de hecho, ni pocos ni muchos y los que están no pienso eliminarlos.

No les niego que cuando leí el artículo me puse a cavilar si el autor tenía razón o no. En un momento dado me vi tentada a repasar mi lista de amigos en busca de potenciales eliminaciones. Pero luego me di cuenta de algo muy valioso para mí y decidí que mi lista se quedaría intacta.

Primero, cada vez que recibo una solicitud de amistad (o “Friend Request” como se dice en Castilla la Vieja) inequívocamente me da cierta emoción. Ver prendido el ícono del “Friend Request” significa que alguien tiene interés en tener contacto conmigo, alguien que me conoce porque de otra forma no me invitaría. Luego, cuando al fin abro el enlace la mayoría de las veces me llevo una grata sorpresa. Siempre es una persona a quien no recordaba por muchos años y que de momento llega de nuevo a mi vida con gratos recuerdos. Puede ser alguna amiga de la infancia, algún antiguo compañero de trabajo o simplemente personas que conocemos solo una vez en la vida pero que nos caen bien y queremos mantener el contacto como fue el caso de las chicas del Centro de Estética. La mayoría de ellos obviamente no son “amigos del alma”, esos a los que les prestamos libros o con los que nos emborrachamos, pero son gente genuina que se preocupa por mantener algún contacto con nosotros en estos momentos en los que el ser humano está cada día más solo.

En mi página hay foro para todos, disfrutamos de mis locuras, lloramos con mis tristezas y nos damos ánimos en los momentos de flaqueza. En ella todos cabemos, todos hablan, todos opinan y todos comparten conmigo sus buenos deseos.

No me siento con el derecho de prohibirle a nadie a quien conozca que se acerque a mí, por el contrario, cada solicitud de amistad me garantiza que en los momentos de soledad que paso en mi casa tengo todo un grupo de amigos al alcance de la mano listos para formar la tertulia.

¡Los quiero a todos!

sábado, 6 de noviembre de 2010

Verte dormir......

Ver dormir a una persona para mí siempre ha sido algo fascinante. El sueño es un estado del ser donde nos encontramos indefensos, reales, la persona se muestra tal cual es sin máscaras y sin doble agenda. Por lo tanto, permitir que una persona te vea dormir es un privilegio que no debe otorgársele a cualquiera.

No hay nada más cándido e inocente que el sueño de un niño. Sus ojitos cerrados, su carita angelical, sus sonrisas de ángel, hacen que el más duro corazón se enternezca. Cuando mis hijos eran niños, una vez dormían podía estar horas mirándolos mientras acariciaba sus rizos. Mi día podía haber sido el peor de todos pero en ese momento se borraba cualquier angustia, cualquier duda, ya no había lugar para las penas. Aún hoy siendo ellos adultos, mirarlos dormir me hace recordar aquellos niños indefensos que Dios me confió para que los hiciera hombres. Sus caras barbudas no son suficiente disuasivo para que me abstenga de besar sus mejillas o acariciar su pelo cuando duermen.

¿Y qué cuando es tu pareja la que duerme? La emoción es la misma. En ese momento sublime y corto, antes de que yo también caiga en los brazos de morfeo, me dedico a observar a mi media mitad. No hay tiempo para riñas o amarguras. Quien yace a mi lado se me antoja perfecto, tierno, indefenso como una criatura. Provoca prolongadas caricias y largos suspiros. Mirarme en sus ojos cerrados me da un sentido de complicidad inigualable. Sabe que a mi lado puede dormir tranquilo, despojarse de sus mil y un rostros y ser solo mi compañero. Y cuando por fin soy yo la que duermo, sé que estaré segura y cobijada porque él me cuidará hasta que llegue la luz del día.

Pero hay un sueño que es diferente a otros, el de nuestros padres. Cuando llegan a viejos y nos toca a nosotros velarles su sueño, es cuando entonces le encontramos el sentido completo a la vida. En sus rostros vemos los nuestros. Reciprocamos sus cuidados y velamos su sueño con el mismo amor y devoción que lo hicieron ellos con nosotros cuando éramos niños. Acariciamos sus cabezas de la misma forma en que ellos acariciaron las nuestras y devolvemos con creces el amor que nos dieron. Es en ese momento y no antes que Dios nos da la oportunidad de cerrar el círculo de la vida y devolver lo que nos fue dado.

Cuando quiero saber cuánto amo a alguien solo tengo que verlo dormir. Es entonces que mi amor se exacerba y se extiende más allá de los límites del tiempo.