jueves, 29 de abril de 2010

Las monjas y yo

Todo este revolú que tiene la iglesia católica con las escuelas me ha hecho remontarme a mi infancia en La Milagrosa. Pero no porque las cosas hayan sido similares ni mucho menos, sino porque era una escuela de monjas. De hecho, mucha gente queda de una pieza cuando les digo que estudié en una escuela de monjas donde todas las estudiantes eran niñas. No pueden creer que mi carácter y otras características de mi personalidad hayan sido formadas en un colegio tan estricto. De hecho, mi mamá le repite a todo el que puede las mismas palabras: “con esta nena yo boté los chavos en La Milagrosa”.

Siempre he sido como hasta ahora, loca y despistada por lo que pueden imaginar que en más de una ocasión puse a prueba la fe y perseverancia de las hermanas.

Todo comenzó en Kinder. Sor Yolanda era cubana, gordita y bajita. No había en el colegio monja más cascarrabias que ella por lo que no entiendo cómo era posible que fuera precisamente a ella a quién le encargaran el Kindergarden. Imagínense!!! Con el trauma que le causa a la mayoría de los niños separarse por primera vez de sus padres para quedarse en un lugar que no es su casa y encima quien los va a recibir por la mañana es un general de la “gestapo”, cualquiera se traumatiza. Demás está decirles que lloré y lloré todo el año hasta que por fin terminó la odisea y pasé a primer grado. Recuerdo que iba aliviada porque ese año mi maestra sería Mrs. Arán, la señora más dulce de toda la escuela. Pero en la puerta del salón los nervios me traicionaron y comencé a llorar. Papi y mami intentaban en vano tranquilizarme cuando Mrs. Arán llega en su ayuda. Dulcemente me sienta en su falda y comienza a hablarme con voz suave y calmada de todo lo que vamos a aprender en su salón. Cuando ya había comenzado a tranquilizarme, me pasa la mano por el pelo, me abraza y me comenta alegremente: “Además, ¿sabes quién será tu maestra de religión? ¡Sor Yolanda!” ¡JA!

Eventualmente, Sor Yolanda y yo nos hicimos buenas amigas. Una vez que pude verla como una monja más y no como la maestra que me enseñó las vocales a pelea la cosa fue más fácil.

A Sor Gregoria ya la conocen. Era ella quien mandaba a buscar a papi todas las semanas con mi hermana y quien yo creía a ojo cerrado estaba enamorada de él. Era un ser con una paciencia a prueba de fuego. Delgada y etérea caminaba por los pasillos tan silenciosa como un gato. Con ella aprendimos el arte de portarnos mal mirando a todos lados para que no nos pillaran. También aprendimos consistencia y perseverancia.......no parábamos de jorobar hasta que lográbamos sacarla de quicio y les aseguro que eso era bien difícil de lograr!!

Sor María Dolores era la principal de la escuela y la Madre Superiora. Dominaba al estudiantado y a las demás monjas con mano de hierro y cara de ángel. Nunca comprendí como una mujer tan bonita y elegante había elegido una vida tan austera y sacrificada. Con su figura esbelta y sus ojos verdes hubiera sido perfecta para modelo.

Pero de todas las monjas que pasaron por mi vida, la más impresionante era Sor María Felisa. En mis tiempos, nuestro colegio no permitía se compraran los uniformes en otro lugar que no fuera la escuela misma. La costurera de todo ese arsenal de faldas de tabletas e insignias era Sor Felisa. Se preguntarán qué tiene de especial una monja costurera que vestía a cientos de niñas por año. Pues no es solo el hecho de que ella sola con la ayuda de una que otra novicia cosiera todos nuestros uniformes, sino que sencillamente...........ERA CIEGA!!! Sí, completamente ciega. Conocía nuestra escuela al dedillo y la caminaba de rabo a cabo sin siquiera un bastón de frente. Solo se valía de tocar levemente la pared. De manera misteriosa conocía nuestras voces por lo que había que tener mucho cuidado al pasar por su lado. Si te escuchaba, te llamaba por el nombre y hacía que te acercaras a ella. Mientras te interrogaba de cosas realmente triviales pasaba disimuladamente los dedos por todo el contorno de tu cuerpo, examinando minusiosamente, palmo a palmo tu uniforme. Con este ejercicio ella podía notar si el mismo te quedaba corto, mal entallado o muy ajustado. Si no pasabas la prueba, te llevaba directamente a la “ropería” donde muchas veces te dejaba en camisa y pantaletas parada en un rincón mientras conseguía un uniforme que te quedara bien o mientras ajustaba el que traías puesto. Mientras tanto, ya se había corrido el chisme por todo el pasillo de que Sor Felisa te había pillado. Al minuto estaba todo el salón haciéndote burlas por la rendija de la puerta. Ella era la única que, con su mirada vacía y sus dedos implacables, era realmente aterradora.

Mis anécdotas con las monjas de la escuela son muchas. Pero si algo puedo asegurarles es que , mi percepción, es que ellas no eran los personajes rígidos y abusadores que suelen presentar en las películas. Hoy en día, cada vez que veo una de esas mujeres vestida de hábito y cofia, pienso en mis años de infancia y en la fe y buenas costumbres que intentaron inculcarme. De hecho, les puedo asegurar que ellas sienten más miedo recordándome a mí que yo a ellas. Nada, así es la vida.

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