martes, 4 de enero de 2011

Los vestidores

Sigo con mi guerra a muerte contra los vestidores. Estoy convencida de que quien los diseña es un hombre, uno de esos seres extraños con los que dormimos y a los que nunca logramos entender del todo. Es obvio, tiene que haber sido uno de ellos quien diseña (con saña, mala intención y alevosía) los probadores de las tiendas de ropa de mujer. Es imposible que una de nosotras, que somos artífices de buen gusto y del arte de camuflajear, haya inventado un cuarto tan infame como éstos. No hay un solo vestidor de ropa en el que nos sintamos completamente a gusto y la que diga lo contrario, MIENTE.

El primer problema es el espacio. Cada vez son más diminutos. Se supone que el mundo está en una campaña en contra de los desórdenes alimenticios, pero es imposible no “contagiarse” de anorexia una vez entras en un vestidor. Son tan pequeños que invariablemente te hacen sentir que eres enorme o gorda. En mi caso gorda porque enorme no lo seré ni en sueños. No hay espacio para moverte y mirar si la ropa te queda bien, lo que te obliga a salir de él para verte en el espejo del pasillo, sometiéndote al escarnio de las demás mujeres que probablemente son más flacas y más jóvenes que tú. Imagínense la estampa, ya conseguiste el pantalón que te queda bien pero necesitas mirarte de un mejor ángulo. Aguantas la respiración, paras el oído y te quedas quietecita para ver si escuchas algo, ..... “ya salieron todas, puedo salir rápidamente y mirarme sin que nadie me vea”......cuando te dispones a quitar el seguro, estás calladita y en puntillas, cuando sale la dependienta y te pregunta a todo pulmón como si estuviera en la plaza del mercado: “¿tooodo bieeen?”. Siempre que voy a una tienda del área compro la ropa “a ojo” para medírmela en mi casa con mi espejo, quien ya me conoce y solo me deja ver lo que quiero ver, una luz obstinadamente favorecedora y mis perros como únicos testigos. Al menos sé que ellos me mirarán con compasión y no con burla como lo haría la flaca del vestidor de al lado o la dependienta gritona.

Otro problema son las luces. ¿Es que acaso no es posible instalar en ellos luces medianamente favorecedoras? Recuerden señores, es un vestidor, no un cuarto de interrogaciones. Seguramente la mayoría de mis amigas concuerdan en que lo que nos interesa ver es el conjunto, no los detalles. Una cosa es ver cómo te queda más o menos el pantalón y no la celulitis que está debajo. Me di cuenta ayer de lo poderosas que son esas luces cuando entré a uno de estos infames cubículos a medirme un pantalón. Le doy la espalda al espejo y me dispongo a quitarme los mahones, “ja” pienso.... “ya le cogí el truco, solo me pongo de espaldas y miro un poquito cuando sea necesario” ¡¡Ay, ilusa de mí!! No hice más que doblarme y quitarme los zapatos para que empezara el horror. Me dí cuenta que mis uñas de los dedos gordos tenían diminutos puntos de pintura amarilla en perfecta combinación con la pared que había pintado y que de ninguna forma había notado con la discreta luz de mi baño. Para completar el cuadro, uno de ellos no solo tenía la uña pintada sino que también estaba peludo. Con el apuro y la poca luz, obviamente había afeitado un dedido y el otro se me había quedado para hacerme burla desde abajo en un remoto rincón del vestidor. Gracias a Dios que llevaba zapatos cerrados porque de lo contrario hubiera andado con la manía el resto de la jornada de shopping. De más está decir que una vez llegué a mi casa lo primero que hice fue darme una pedicura completa.

A fin de cuentas, debo sacarle algún provecho a esta relación de odio que tengo con los vestidores. Pondré todo mi empeño en hacerme millonaria a cuenta de ellos, ya sea diseñando uno en el que las clientas se sientan cómodas o creándole una campaña publicitaria a Jenny Craig. Lo que sí les aseguro, mis amigos, es que evitaré en los próximos meses entrar en alguno de ellos con los ojos abiertos y sobria.

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